Durante los últimos meses, estuve trabajando con la culpa y la vergüenza de formas tan intensas como particulares. Situaciones precisas, quirúrgicas casi, se me fueron presentando para que, en confianza, bien parada en mí y anclada a mi respiración, pudiera verlas, sentirlas y desanudarlas.
Hace un año hice un viaje de introspección con la idea de arrancar la piel que ya colgaba del hueso y dejarla atrás, como muda de serpiente.
La semana pasada vi ese decreto cumplido.
Escribir esta historia, en tres entregas, es mi manera de honrar esa transformación.
Gracias por tu amorosa lectura.
ANA CARINA
Bailarle al Diablo: Cuerpo ajeno y hormigas
Se llamaba Fred. Era instructor privado. En esa época tendría unos cuarenta años. Yo tenía ocho. Era la primera vez que tocaba la nieve. Me recuerdo curiosa de ella. Con esa necesidad de dominarla, de añadirle otro 10 a mi lista de cosas que sabía hacer bien. Mis mallas con rayos de colores; mis lentes Carrera rosas; mi pelo larguísimo, suelto y despeinado.
Fred me ayudaba a mantener el equilibrio en el ascenso, pero también aprovechaba las magic carpets —esas bandas eléctricas que llevan a lxs niñxs a la parte más alta de la escuela de esquí— para adherirse a mi espalda, como si fuera una extensión mía.
Se dirigía a mí con dulzura, me explicaba cómo desbloquear las rodillas mientras veíamos la nieve caer, me daba instrucciones en inglés sobre lo que sucedería cuando me soltara y hubiera que bajar la pendiente sola. De un momento a otro se desprendía, me flanqueaba y descendía a gran velocidad. Como buena alumna, yo llevaba los conceptos a la práctica y llegaba sin contratiempos hasta la base de la montaña, donde me esperaba con su dentadura blanca –expuesta– entre un montón de aplausos.
Había algo ahí.
En sus dientes.
Me daban miedo a pesar de la sonrisa.
Tan blancos, tan afilados: listos para comerme.
Yo me esmeraba en frenar justo a tiempo para no estrellarme contra él. Para no terminar colapsando en sus fauces brillantes.
Let’s do it again – decía.
Algo no se sentía bien.
Tanta suavidad, tanta alegría, tanto tacto me incomodaban.
Su voz existía separada de sus acciones: como si el Fred que hablaba y me instruía, fuera distinto al Fred que se enganchaba a mí en las subidas. Sus movimientos –un pulso ajeno, constante e invasivo– activaban en la base de mi columna un ejército de hormigas en procesión que, al llegar a la corteza cerebral, lo inundaban todo.
Su ser ajeno. El mío, adormecido. Alarma. La carga silenciosa.
Durante esos días de escuela me obligué a avanzar más rápido que nunca. Le repetía a mamá que ya estaba lista para esquiar por mi cuenta.
De la confusión y el hormigueo, no pronuncié palabra.
Cada tarde, después de la escuela de esquí, corría a la cafetería por un hot dog, un Sprite y unas M&M’s.
Comer me quitaba lo malo del cuerpo.
Después de tres días y no sé cuántas subidas con Fred detrás, me gradué. Me deslicé por la primera pista azul como si lo hubiera hecho mil veces antes. Los árboles, lo prístino del paisaje, el vértigo al ir bajando, los kilómetros por hora. Todo eso era liberador. Me hacía un hueco gigante en la panza que terminaba por convertirme en el hueco. Como un hoyo negro cerrándose en el cosmos, tragándose a sí mismo.
Desapareciendo.
—Otra vez —le decía a mis papás—. Otra vez. Una vez más.
Así, hasta que cerraban las pistas.
Y luego: el hot dog, el Sprite, los M&M’s.
Y de paso, un chocolate caliente.
Y el sueño que me vencía.
Y, a la mañana siguiente, las hormigas que despertaban conmigo.
Fred ya no estaba, pero el peligro se había instaurado en mí.
Años después —luego de muchos otros Freds y de situaciones que habían evolucionado como si, a medida que yo crecía, crecieran también los peligros que atraía—, lo busqué en Google. Nombre y apellido.
Aparecieron fotos suyas, con su familia, con amigos, con sus hijos, ¿sus nietos? Era él.
Me sorprendió reconocerlo después de tanto tiempo. Con la memoria fotográfica de una niña de ocho años que pasa tres días con un hombre al que solo le siente de la cintura para abajo. Al que solo le ve las gafas neón y los dientes de frente.
Lo busqué cuando estuve lista.
Y creo que lo vi como era: un ser humano con heridas, un viejo sin poder. Cansado. Rodeado de montañas blancas, en la misma ciudad donde lo conocí.
Sentí, sin embargo, a las hormigas de nuevo.
No con la misma intensidad, pero presentes.
Como si algo quisiera liberarse. Un remanente.
Traté de asociarlo a alguna emoción.
Nada.
Solo hormigueo.
Esta vez decidí no acallarlo.
Lo invoqué.
–Si hay algo que deba emerger de esta sensación añeja, que despierte de una vez por todas.
Fui tajante. Como si la voz no saliera de mi garganta, sino desde más abajo, bien adentro.
Desde el centro.
Recordé a Don José, el chamán de la selva en el Amazonas, cuando le pregunté por su tambor y el poder de las palabras:
—Ten cuidado con lo que invocas. Tu voz, Anita, es poderosa.
Entendí que no estaba invocando desde mi papel de víctima.
Estaba invocando a otra parte de mí.
Porque este texto no va –o no solo va– sobre el abuso.
No busca señalar.
Tampoco es otro testimonio.
Es sobre cómo salí de ahí.
Es sobre la rabia. Sobre el humo. Sobre el cuerpo que tiembla y también reza.
Es un texto sobre el puente que se forma entre la aflicción y la respuesta somática, al permitirnos sentir.
Un rezo alquímico.
Es un texto sobre cómo el hacerse cargo, transforma.
Sobre cómo ir a la raíz y aceptar: que eso que ha sido puesto en juicio —y demonizado, incluso por nosotrxs mismxs—en realidad nos integra.
Porque eso –todo eso– también soy yo.
Next week: Bailarle al Diablo Pt II: Kali y Carretera
28 de abril 2025.
Últimos días para unirte a mi laboratorio somático
El 29 de de abril da inicio el primer laboratorio Encuerpa: De la Perfección a la Autenticidad. Un ciclo de 9 sesiones por Zoom para explorar desde el cuerpo, la palabra y la expresión, el poder de lo femenino.
Los módulos son los siguientes.
Temario:
MÓDULO 1: El cuerpo sabe – De la razón a la sensación.
MÓDULO 2: La jaula de la perfección – Soltar la imagen para habitarte.
MÓDULO 3: El vacío fértil – El espacio vivo y la posibilidad.
MÓDULO 4: Ocupa tu lugar – Afirmar tu derecho a existir.
MÓDULO 5: Lo que se rompe, respira – Vulnerabilidad y verdad.
MÓDULO 6: Tu voz es un portal – Decir(te) sin miedo.
MÓDULO 7: El placer como poder – Sensualidad, gozo y libertad.
MÓDULO 8: Fuego interno – Lo que quema y lo que queda.
MÓDULO 9: Tribu y esencia – Tejer red, sostenernos juntas.
Quedan pocos lugares. Para inscribirte, mándame DM a @anitalanis
Querida amiga. Bailas con tu pluma y transformas lo que tocan tus palabras, como lo hace el fuego con sus llamas. Abres portales para atravesarlos con tu escritura. Y luego las cierras con el cuerpo. Eres valiente y sensible. TQM.
No podía haberlo descrito mejor José Arce…. bailas con la pluma querida Ana! Que manera de transmitir 🖋️
Te voy leyendo, me resuena tanto lo que haces ✨
Te abrazo 🤍