Bailarle al Diablo Pt. III: Donde ardí para volver
Honrar la historia que derrite culpa y vergüenza
Puedes ir a la parte I y II haciendo clic en los números.
Te recuerdo que estos son textos que nacen de una necesidad de honrar mi proceso y mi historia. Para abrazar mi soberanía y el inmenso amor con el que me he traído hasta aquí.
Hay experiencias que no se pueden dosificar, como este texto. Que, al escribirse me ha parecido, por momentos, demasiado. Pero hay verdades que solo pueden narrarse cuando revientan.
Gracias por tu generosa lectura.
UNO
Los años de oscilar entre polaridades parecían no terminar.
Del exceso a la restricción y de vuelta.
Salir a ver si mueres a manos de otrxs y luego desfondarte para ver si la muerte ocurre a mano propia.
Todo el tiempo al límite
la niña al borde
la niña triste
la niña artista.
Arista de los dramas, de lo impositivo.
La niña-mujer arisca.
Disponible hoy.
Hoy, igual, intratable.
Impenetrable e insumisa.
El juego de atraer peligros contundentes y disolverme en ellos. De faltarme al respeto, sentirme avergonzada y desaparecer del mapa como castigo, parecía algo ya integrado a mi forma de vivir.
Pero las estrategias de supervivencia de una chiquita al llegar a la edad adulta –chiquita por donde se le viera, todavía– se volvieron insostenibles.
Y un día, con el cansancio acumulado, después de un episodio cruento –que antes catalogaba como desafortunado y hoy cuento entre mis bendiciones– me puse panza abajo. Conecté con aquel hilo rojo de mi infancia, desde el ombligo hasta el centro de algo más grande que yo y, después de mucho, volví a rezar.
Con el cuerpo caliente, al contraste del piso, lo supe: era morir de verdad o atravesar. Era ir profundo o dejar que mis desbordes me anularan.
Recé durante horas, la cara derretida, los micro músculos faciales laxos. Flojita, toda yo, mis aguas haciendo un charco en el suelo. Se me vino el pelo a la cara y, con él, todas las veces que me descuidé.
Recé y Dios me escuchó.
Y entendí —entre frases ininteligibles que salían de mi sistema— que ese concepto de soltar, tantas veces escuchado, estaba haciendo cuerpo en mi cuerpo.
Y decidí, no sé bien cómo, apostar por la vida.
DOS
Diez años que pasaron rápido. Diez años de ponerme como prioridad. De al menos intentarlo. De verme, sentirme. Al principio, temerosa: más afuera que adentro. Tanteando territorio.
Saliendo de mí. Basta de mí. Harta de mí. En mí, de pronto. De nuevo, afuera.
Diez años para desenredar.
Para aprender de compostura. De investigar estabilidad. De mirar a mi madre, a mi padre, mis vínculos. Entender de nutrición, de verdad, de la ilusión del dolor. De escucharme. Entrenar mi mente. Comulgar con tecnologías de lo sagrado. De aceptar que si no me hacía responsable de mí, el trabajo no se haría solo. De atender de verdad. De ponerme al servicio. De entender que yo podía ser territorio seguro. De navegar la pulsión de muerte e ir profundo para cubrir mis necesidades básicas y, desde ahí, reconocer el impulso de quedarme.
Diez años y cien maneras de lidiar con la tristeza.
Siempre la tristeza, pero la rabia nunca.
Había pasado una década y, a pesar de mis logros y mis cambios sostenidos, something was still off.
Ihhh. Ahhh.
(s u e l t a)
Hasta que me soñé: tenía el cuerpo rojo, mi pelo era negro y largo. Rojas mis pupilas, mi piel carnosa, mis curvas pronunciadas, como un dibujo animado para adultos: pechos turgentes, nalgas redondas.
Era roja literal. Roja textual. Roja rabia.
Mi ser entero era fuego encarnado y todo en mí estaba en su lugar.
Y bailaba.
Bailaba en un espacio igualmente rojo. Todo era así: ardía, pero yo no sentía calor. No peleaba contra las llamas porque, en ese momento, eran mi origen. No sudaba. Estaba seca, fresca, adaptada y movía mis caderas con soltura.
Viré la mirada y, en una especie de cámara lenta, me encontré de frente con el Diablo.
Me percaté, desde una conciencia testigo, que era parte de un acto donde él me veía y yo le bailaba. Un intercambio natural. Yo no era la sometida y él no era un inquisidor. No había tensión sexual ni una fuerza que nos atrajera o nos rechazara como opuestos. Él estaba en su trono, con sus cuernos. Su bigote negro. Rojo todo él, como yo. Como si fuéramos de la misma especie.
Ladeó la cabeza, la recargó en su hombro y puso el dedo índice por debajo de los labios.
Sin desearme.
Con la quietud de quien sabe que no necesita tocar.
Algo en mí dijo: tú también eres esto. No está bien. No está mal. Esto ES.
Ese espectro que conocía cada esquina de mi historia, era un testigo funcional. Ni juez ni amante. Solo fuego frente a fuego. Espejo que me daba permiso para arder.
Desperté y apunté de inmediato lo que esa voz —quizás mía— me dijo hacia el final del viaje onírico:
“Ya estás aquí. Falta dejar la piel. El último tramo que ha hecho de tu vida un fragmento separado e incongruente. Permítete destruir la capa protectora. Arde. This is the last step”.
De inmediato, el cosquilleo. Ya no en la superficie, sino emergiendo de nuevas profundidades. Bajo las capas del cuerpo, avisando: ahí está, ahí sigue. Sin atender.
Volvían las hormigas, pero ¿qué querían decirme?
Sentir, tantísimos años después, el abuso desde sus orígenes: cien millares de patitas punzantes e inquietas. Un ejército gestando el despertar.
¿Qué me falta por ver / sentir —seguí escribiendo— para mudar / quemar por fin la piel?
TRES
Días después de invocar a eso que le daba sustancia a las hormigas, sucedió. Se presentaron en una situación inesperada.
Solo sé que venía manejando en carretera cuando hicieron acto de presencia. En cuestión de segundos –prueba irrefutable de mi poder creativo–, irrumpieron como si algo que llevaba años contenido hubiera encontrado, por fin, una grieta. Mi cuerpo completo fue vibración. Y, entonces, se abrió una puerta.
Quizás fue la recta infinita y la velocidad, el cielo abierto al centro y a los costados —como flancos—, unas nubes rayadas que marcaban en tonos naranjas la salida de un túnel. Tal vez fue la música, o una conversación incómoda del día anterior, donde me vi en la necesidad de explicar mis maneras tan peculiares de mostrarme ante el mundo.
Mi cuerpo recordó. Y lo puso todo por delante, como una película proyectada sobre el parabrisas. Ahí, con las manos al volante, vi los remanentes de mi vergüenza. La sombra como operadora. La justificación constante. La culpa por ser quien soy. La entrega de mi poder al amoldarme a lo que lx otrx quiere escuchar. Para no incomodar. Para que no se aleje. Para que me siga queriendo.
Y en ese instante, con el aire saliendo a tope de las rejillas del auto, sentí la rabia no expresada de toda una era. Vi a mis agresores. Vi cómo me atravesaban con sus ojos. Yo: el receptáculo idóneo de su herida. Me vi también como agresora, en este juego de curiosos viceversas. Sentí la furia de lxs otrxs depositándose en mí. Me temblaron las piernas.
Después, vinieron las maldiciones a viva voz. Me dolía el entrecejo de tanto tensarlo.
Mi tráquea era la de un animal que se desgañitaba.
Una lengua furiosa trepó desde el vientre y me atrapó la garganta.
Fue ahí que el diablo se hizo mujer.
Grité.
Grité como nunca. Con los huesos. Con esa parte de mí que, durante lo que pareció una eternidad, no sentía nada. Mi grito era un manifiesto de escucha para la Ana adormecida. La que se culpaba. La que callaba. Grité con la voz que no usé.
Y de tener dos brazos, me brotaron ocho. Y fui Kali. Sanguinaria en mi reparación. Arranqué cabezas con los dientes. Muy lejos del concepto de venganza, destruí. Destacé. Supe que aquello era –en realidad– historia acumulada buscando salida.
¿Qué hay debajo de la culpa? ¿Qué hay debajo del silencio? ¿Qué hay debajo del miedo a quedarnos sin amor?
Grité con la voz silenciada de quien nunca supo denunciar la violencia. De quien tuvo que ausentarse hasta de sí misma para mantenerse viva.
Mi furia fue umbral.
Mi fuego, el camino de regreso.
Arrasé con todo lo que ya no servía. Con lo que me mantuvo pequeñita y violenta, muda, obediente, dormida.
Y entendí: mi rabia no me aleja del amor. Me acerca al amor que no exige que me traicione.
Grité. Y así, en el agradecer la ira, en quemar la piel y por fin cruzar el puente, me liberé.